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He dedicado los tres últimos editoriales —y lo que te rondaré, morena— a ejemplificar aquello del irreversible cáncer que ha supuesto la hegemonía del American way of gaming y me doy cuenta de que aún no he hablado desde esta sección del otro gran mal que azota el panorama electrolúdico de nuestros días — la Microinvasión.


En realidad, ambos van bastante de la mano. La mentalidad tecnócrata dominante que nos impulsa a aceptar los gráficos bidimensionales —o el estilo gráfico tradicionalmente japonés, si se prefiere— y los géneros que éstos llevan asociados como algo obsoleto es la que provoca su destierro a las máquinas portátiles, técnica y tecnológicamente menos avanzadas, dirigidas a un público de menor edad y, por tanto, dignas de acoger este tipo de propuestas. El problema surge cuando el exilio es asumido sin recelo ni protesta por aquéllos que no comulgaban con las nuevas tendencias. Una nueva y extensísima legión de entuasiastas se suma, incluso. Las minimáquinas tienen un algo que las hace maquiavélicamente irresistibles, y no solo ante ese público de menor edad. Portátil equivale a éxito, a modernidad. Es la otra tecnocracia.




Porque se antepone la autonomía funcional a la ergonomía; la facilidad de uso, a la experiencia; la Máquina, al Juego.


Lo más lamentable es que la mayoría ni se lo plantea, a pesar de su contundente obviedad. Es tal el grado de alienación del aficionado que seguirá pensando que un juego X para una máquina portátil, solo por el hecho de haber nacido para esa máquina, es un producto perfectamente apto, sin importar género ni procedencia. Seguirá tapándose las orejas cuando quiera que le recuerdes que el 99,8% de los títulos aparecidos en sistemas portátiles NO son diseños específicos para sistemas portátiles, sino traslaciones literales de conceptos pertenecientes a los sistemas mayores [ordenadores, vídeo-consolas, placas recreativas], y, por tanto, serían indiscutiblemente mejores juegos si, tal cual, hubieran estado destinados a alguno de éstos.


Esto quiere decir que existe muy poco margen argumentativo para los que intentan defender la validez de los sistemas portátiles como algo más que infames sustitutos de los sistemas de sobremesa. Y es que se ha olvidado que la razón de ser original del formato portátil —y no hablo solo del ámbito de los sistemas de vídeo-juegos— es la de, simplemente, sustituir cuando las circunstancias físicas impiden el uso estándar. No son, o no deberían ser, una alternativa general a los formatos mayores porque sus limitaciones impiden que la experiencia sea plena.


Es la segunda vez que aparece la palabra del millón — experiencia. Sería tremendamente hipócrita, o estúpido, negar que la experiencia del vídeo-juego tiene un componente audiovisual fundamental. Repito: fundamental. Podríamos erigirnos como adalides del conceptualismo radical del que tanto dicen gustar algunos y apuntar aquello de que la esencia del vídeo-juego se halla exclusivamente en la mecánica; que gráficos y sonidos son elementos accesorios. Un reduccionismo tan descerebrado como falaz donde ni siquiera Pac-Man o Pengo tendrían cabida. Quizás ni Tetris, si me apuras.


Como sería rematadamente necio dejar de reconocer que la experiencia es directamente proporcional al tamaño de la pantalla que sirve de interfaz y a la potencia de los altavoces que transmiten el sonido —dentro de unos límites, lógicamente—. Experiencia y percepción son dos términos íntimamente ligados, tú sabes.


Y si hablamos de interfaces y de experiencia, no podemos dejar de mencionar lo inadecuado del control pad de una máquina portátil para la mayoría de los títulos de acción de las mismas —inevitablemente inspirados en o derivados de los juegos recreativos—. Ya solo la imposibilidad de cambiar el mando de control es una irrefutable limitación. O lo antinatural de que controlador y pantalla formen una sola e inseparable unidad física; la pantalla de un vídeo-juego solo tiene un estado óptimo durante su uso — el de la absoluta inmovilidad...


Por tanto, vamos a empezar a llamar a las cosas por su nombre de nuevo. El vídeo-juego portátil es un SUCEDÁNEO. Es IMPOSIBLE, por definición, replicar en ellos la experiencia del vídeo-juego convencional, a pesar de que la naturaleza de los catálogos de estos sistemas demuestra que ésa ha sido la única intención en las cabezas de los desarrolladores. NO HAY ventajas de facto en un sistema portátil más allá de la inmediatez de uso y su facilidad de transporte. Y, si eres de los que prefiere este tipo de ventajas exógenas frente a las propias de la experiencia, del JUEGO, permíteme decirte que, soplen hoy los aires que soplen, has equivocado —o deformado— tu pasión. Profundamente.


Pero vuelvo a la idea desencadenante de la diatriba; la del conformismo generalizado. La de cuántos se emocionan porque una saga como Metal Slug vea nacer su séptimo episodio en formato portátil [ > ] o porque se anuncie una versión de Ketsui en DS [ > ]. La de que nadie se plantea acaso lo mucho que ganaría un Yggdra Union [ > ] o un Akumajou Dracula contemporáneo [ > ] en un sistema de sobremesa. La de la creencia ciega en que las minimáquinas son las grandes salvadoras de los gráficos basados en sprites en lugar de pensar que, quizás, sin ellas, los productores se verían obligados a cubrir esta demanda en formatos serios y no están haciendo más que robar una atención que no les corresponde...


Yo os maldigo, eh. Os maldigo a todos.

 
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