Espectacularidad sutil define con bastante acierto, en efecto, la obra de Victor. Tras una inocente escenografía se esconde un mundo de detalles tan elaborado que no habría
sido posible en otro formato distinto al disco compacto. Por ejemplo, lejos de abusar de un full-motion video escaldado por las limitaciones tecnológicas, las escenas interlúdicas son ejecutadas a la antigua usanza: con ilustraciones generadas en tiempo real soberbiamente dibujadas y coloreadas, que cobran todo su esplendor cuando se convierten en prolongadas secuencias narrativas. Aunque el auténtico prodigio gráfico de Keiou Yuugekitai lo conforman las distintas fases del juego. La cantidad de material empleado para recrear escenarios y enemigos sin accesos intermediarios al disco está muy por encima de obras previas similares, y proporcionan una diversidad visual fastuosa, donde la exquisitez con la que todos los sprites, grandes o pequeños, han sido ideados, diseñados y animados es tal que resulta difícil apreciar hasta dónde llega su grado de detalle durante el transcurso de una partida propia —así como lo muy desproporcionada que está nuestra protagonista con respecto a muchos de sus enemigos, si queremos mencionar el único aspecto negativo en este apartado—. Los personajes —ayudados por unas entrañables interpretaciones vocales— rivalizan en personalidad con los mejores ejemplos que uno pueda extraer del mundo de la viñeta o el celuloide, mientras que la caricaturización de los modelos náuticos y aeronáuticos añade aún más simpatía a una obra concebida, ante todo, desde el humor y la ternura.

Espectacular resulta también contemplar tantos y tan enormes sprites como los programadores de Keiou Yuugekitai han sido capaces de poner en pantalla. Casi imposible, encontrar precedente técnico aquí. Es cierto que los momentos de flickering y las ralentizaciones son abundantes—particularmente, los primeros—, pero es difícil no perdonarlos ante semejante despliegue.

Y espectacular es la banda sonora del juego, magníficamente orquestada gracias a los poderosos medios de JVC en este campo y grabada íntegramente en audio, pero, por encima de todo, compuesta con una maestría admirable —en un registro melódico especialmente vibrante que se alimenta continuamente de acordes típicos de la tradición nipona, en la línea de la propia ambientación gráfica del juego—, con temas capaces de aguantar la nada despreciable longitud de las fases —y medidos, en algunos casos, para finalizar al mismo tiempo que la propia fase, puestos a hablar de sutilezas—.



El primer referente mecánico de Keiou Yuugekitai es la saga Gradius. Las options juegan un papel fundamental en el sistema de armamento, hasta el punto de condicionar peligrosamente el desarrollo. Perder una vida en Keiou Yuugekitai implica no solo que nuestra potencia de fuego —principal y secundario— disminuye dramáticamente, sino también que nuestras options desaparecen y tienen que volver a ser generadas. Y hacer que nuestro dúo protagonista aguante el tipo en pantalla sin abrir fuego esos segundos necesarios es, claro, totalmente inviable en muchas ocasiones si hablamos de las últimas fases. Por tanto, la generosidad del juego a la hora de conceder vidas extra —no solo en base a nuestra puntuación, sino también por medio de un brillantísimo mecanismo de tareas a cumplir en el desarrollo de cada nivel—, sirve para poco una vez alcanzadas ciertas latitudes. 

Y como los Gradius, Keiou Yuugekitai es un programa eminentemente de reflejos y de anticipación, con sucias trampas en las que hay que caer al menos una vez antes de alcanzar el éxito —
esto es, completarlo con un crédito— y escaso lugar para la estrategia. El enorme tamaño de nuestro sprite incrementa sustancialmente el periodo de aprendizaje, pero una vez conscientes de la situación del núcleo vital, el juego se convierte en un fascinante reto lleno de elementos de interés. Está repleto de enormes bosses y mid-bosses y de situaciones originales, y sabe sacar partido de su simpleza mecánica como pocas veces se puede ver fuera de un salón recreativo. Podríamos buscarle los tres pies al gato y comentar que las fases —sobre todo las primeras son demasiado largas y tienen demasiados momentos de inactividad, pero, francamente, habría que ser muy bellaco. Keiou Yuugekitai es una delicia en su motor como lo es en sus aspectos audiovisuales, y supone una de las poquísimas razones por las que hacerse con el periférico de discos compactos de los 16 bits de Sega. Es triste pensar que, de hecho, lo único que el juego tiene en contra de su popularidad sea algo tan ajeno a sí mismo.
   
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